Billar francés
Solía desayunar todas las mañanas en la misma cafetería, se tomaba un café y leía la prensa antes de enfrentarse a su jornada laboral. Levantó la cabeza de su lectura para pedir la cuenta cuando la vio, un ángel con la melena más negra que nunca había visto. Salía de allí con paso tranquilo pero decidido, con un mágico contoneo que parecía hacerla flotar. Vestía un traje de chaqueta marrón, la falda le llegaba justo por debajo de las rodillas. ¿De dónde había salido? ¿Por qué no la había visto antes?
Salió corriendo tras ella, pero, cuando llegó a la puerta, ya se había esfumado, volatilizado, como si se la hubiera tragado la tierra. Desilusionado por su fracaso volvió al interior de la cafetería, acababa de darse cuenta de que, en su precipitado intento de conocerla, había salido sin pagar y sin recoger sus cosas.
Abatido, se puso la americana, sujetó el diario bajo el brazo y fue al tomar su maletín cuando cayó en la cuenta: ¡Ella llevaba un maletín!
—No puede estar muy lejos —pensó—, debe trabajar en una de las oficinas que hay por aquí.
De pronto todo cambió para él, ya no le importaba que estuviera empezando a llover, sólo le importaba encontrarla, volver a verla. Miraba hacia cada portal, hacia cada esquina, se volvía a cada taconeo que escuchaba a sus espaldas, pero nada, no había rastro de ella.
Pasó el día inquieto, preguntándose dónde podía haberse metido la morena de piernas largas. Salió de su oficina varias veces con las excusas más variadas: a por tabaco, a la farmacia... con la sola idea de volver a tropezar con ella, confiaba verla aparecer por cualquier recodo, perdió la cuenta de los cafés que había llegado a tomar sólo por estar en la cafetería, por si ella solía pasar por allí.
Acabado su día de trabajo llegó a casa, pero no como cada noche. No se encontraba especialmente cansado pero apenas pudo cenar. Optó por tomar una ducha reparadora pero no conseguía relajarse, sentía una excitación que no recordaba desde aquellos años de quinceañero en que una rubita de culito respingón le quitaba el sueño.
Daba vueltas en la cama, no podía dormir pensando en ese movimiento de caderas, esa melena... lamentaba no haber podido verle la cara e imaginaba cómo serían sus ojos, su sonrisa. Imbuido en esos pensamientos iba excitándose cada vez más y casi inconscientemente llevó la mano hasta su pene. Al principio lo asía con suavidad imaginando cómo lo haría ella, pronto lo agitaba con firmeza y no tardó en sentir los estremecimientos del orgasmo.
A la mañana siguiente se despertó sobresaltado antes incluso de que sonara el despertador, impaciente, excitado. Nunca había tenido tanta prisa por ir a trabajar o, mejor dicho, a desayunar, por si ella también solía hacerlo. Pero nada, ni rastro de ella. Pasaron varios días y no volvió a verla, mas no conseguía quitarse de la cabeza esas piernas, esa melena y su mala suerte.
Llegó el sábado y quería quedarse en casa, prácticamente no había dormido en toda la semana y no tenía más alicientes para salir que ir a desayunar, a buscarla. Tras mucho deambular por la casa sin encontrar nada que le distrajera se dejó convencer por unos amigos para salir por la noche. Una buena cena, un buen vino y una partida de billar, esos eran los planes. El restaurante en que cenaron no estaba mal, la compañía era grata, pero él seguía buscando a su morena en cada chica que veía. Estaba seguro de reconocer esas curvas entre un millón.
Llegaron al local de ocio. La iluminación no era precisamente deslumbrante pero sí estratégica. Una barra donde empezaron por pedirse una copa, unas dianas de dardos al fondo, unas máquinas de juegos al otro lado, en el centro una pista para bailar al ritmo de una música casi ensordecedora y una mesa de billar en el piso de arriba.
Dudó un momento antes de bajar corriendo a por ella, rodando si era preciso, no estaba dispuesto a dejarla escapar otra vez. Le daba igual que estuviera con alguien, ella ya era su morena. Cuando, para sorpresa de sus amigos, se dirigió hacia la escalera en un estado hipnótico ella ya caminaba hacia allí con la copa en una mano. Por el camino dejó caer el abrigo en una silla. Levantó la mirada y por fin la tuvo cara a cara.
La miró de arriba abajo, estaba deslumbrante, pero nada que ver con la chica que había visto días atrás. El cabello separado de la cara en un extraño peinado que él era incapaz de imaginar cómo podía sujetarse tan espesa melena. Un top negro dejaba al descubierto sus hombros y algo que brillaba en su ombligo. La falda era también negra y mostraba unos muslos bien moldeados, unas piernas estilizadas. Los zapatos, anudados en las pantorrillas, tenían un tacón considerable. Subía cada escalón y parecía que no lo pisaba, todo en ella era liviandad.
Tuvo que ladearse para dejarla pasar, pues se había quedado plantado al final de la escalera simplemente mirándola, observándola, sin escuchar las voces de sus amigos que le indicaban que era su turno en la partida. Ella, al pasar por su lado, dejó la copa en la barandilla y le quitó el taco de billar de las manos. Él se volvió sobre sí mismo, siguiéndola con la mirada. Los amigos, perplejos, se apartaron de la mesa de billar, tratando de adivinar qué estaba pasando. Ella tomó la tiza y comenzó a untar el taco sin dejar de acariciarlo con la otra mano, de arriba abajo y mirándole de una forma que le volvía loco.
Él ni se enteró cuando los amigos, observando que hacía rato que no existía nada ni nadie más, optaron por irse.
Ella jugaba al billar, se recostaba sobre la mesa mostrándole generosamente el escote, se agachaba de esa forma que sólo saben hacer las mujeres como ella, tan sensual, aparentemente tan fácil pero que nadie es capaz de entender cómo lo consiguen embutidas en esas falditas y sobre semejantes taconazos de vértigo. Rodeó la mesa para la siguiente jugada y, al inclinarse de nuevo, él pudo contemplar su hermoso trasero y no sabría decir qué visión le gustaba más. Ella se incorporó, se volvió, le pasó el taco y se separó de la mesa cediéndole el turno, no sin aprovechar la situación para rozarle el brazo con su pecho.
Él intentaba jugar al billar, pero no podía apartar los ojos de ella, que lo observaba contoneándose en torno a la mesa, se humedecía los labios, se los mordisqueaba, paseó un dedo por la orilla del escote, lo bajó por entre sus pechos acariciando su vientre hasta la cinturilla de la falda. Se situó detrás de él y le pasó un dedo por la espalda, desde la nuca hasta el pantalón, provocándole un escalofrío como si activara algún extraño mecanismo a cada vértebra que rozaba.
De pronto era como si el pantalón encogiera, la bragueta apretaba. Se volvió hacia ella con intención de alcanzarla, pero ella dio un paso atrás y le frenó posándole ambas manos sobre los hombros.
Sin dejar de mirarle a los ojos fue deslizando las manos por todo su torso, tan lentamente que parecía haber tardado años cuando llegó al pantalón. Continuó bajando las manos hasta la bragueta y sonrió, no sin cierta malicia, al sentir la excitación que había provocado en él. Llevó las manos a sus caderas, se subió ligeramente la falda, separó las piernas y se agachó ante él, manteniéndose así en equilibrio y brindándole una panorámica espectacular. Deslizó las manos desde las rodillas hasta la entrepierna dejándole apreciar que no llevaba braguitas. Eran conscientes de que cualquiera que mirará hacía allí podía verlos, pero poco les importaba, eso no hacía sino darle más emoción a la situación.
Él tenía todo el vello de su cuerpo erizado, creía que iba a reventar el pantalón, pero no le dio tiempo. Cuando quiso darse cuenta ella ya le había desabrochado la cremallera y acariciaba suavemente su pene, que luchaba por salir del slip. Un poco de ayuda y al fin estaba libre, tenso, vigoroso y desafiante.
Ella lo tenía entre sus manos, lo acariciaba despacio, rodeaba la punta del glande y luego volvía hasta los testículos. Los sujetaba, los apretaba y arañaba. Acercó su cara y paseó el pene por ella, por la comisura de los labios, por el cuello y el escote.
Él intentó acariciarle la cabeza, atraerla hacia sí, pero era ella quien dominaba la situación, le apartó la mano y siguió acariciándole. De pronto lo llevó hasta su boca en un momento que a él le parecía que no iba a llegar nunca. Lo lamía, jugaba con su lengua alrededor del glande, lo mordisqueaba y succionaba al tiempo que lo agitaba impetuosamente con una mano. La otra la paseaba por sus pechos forzando un poco más el escote, jugueteaba con el piercing del ombligo y la llevaba hasta su entrepierna.
A él le temblaban las piernas, se encontraba en tal estado de excitación que no pudo contener el orgasmo. Su pene se agitaba en la boca de ella, que lo devoraba con una afición como él nunca había visto en una mujer, y tragaba todo el semen como si en ello le fuera la vida. Se recogió las últimas gotas de la comisura de los labios con un dedo y, con él en la boca, sin dejar de mirarle a los ojos y poniendo carita de nena buena se levantó lentamente, con un estilo que a él le volvía loco.
La tenía frente a él, con la falda remangada que le dejaba adivinar un pubis perfectamente depilado, el escote desbordado por dos lujuriosos pechos de grandes pezones rosados y duros, una mirada perturbadora y chupándose un dedo. Se acercó para besarla, pero una vez más ella le frenó.
Le cogió las manos y las llevó hasta su cintura. Le guiaba por todo su cuerpo, le llevaba las manos a acariciarle los costados, la espalda, los pechos. Entonces se acodó sobre la mesa de billar, separó las piernas, se acarició el trasero que la falda no cubría por completo y con una mirada supo hacerle entender lo que quería.
Él no necesitó más indicaciones, se agachó y comenzó a lamerla desde los tobillos, sin prisa, paseando la lengua por cada centímetro de su piel, entreteniéndose en cada pliegue, hasta el trasero, jugueteando en las ingles. Alcanzó por fin el clítoris y jugueteaba con él, lo mordisqueaba, lo lamía, lo succionaba al tiempo que lo acariciaba y lo presionaba con dos dedos, mientras con la otra mano iba introduciéndole los dedos en su sexo.
Ella se agitaba, balanceaba las caderas, pero no perdía el control de la situación, se acercaba y alejaba de él a su antojo. Una leve insinuación y él se levantó. Al instante sintió el pene rozándole el trasero y las manos en sus pechos, apretándolos, pellizcando los pezones, estirando de ellos. Se volvió, subió una pierna a la mesa de billar y él la penetró salvajemente arrancándole el primer gemido. Ella le dirigió la cabeza hasta sus pechos y él los mordía, le apretaba la cadera hacia sí y empujaba con ansia. A él se le cortaba la respiración entre gemidos y ella prácticamente gritaba.
La húmeda calidez de ese agujerito tan fantástico y las convulsiones de un orgasmo que a él se le antojaban imposibles sin romperse algo hicieron que pronto fuera él quien sintiera las convulsiones, las sacudidas, y su semen la inundó.
Cerró los ojos por un momento, tratando de retomar el aliento, y cuando volvió a abrirlos ella ya se iba. Asombrado con la habilidad que tuvo para escapar de entre sus brazos, e intentando recomponer su ropa rápidamente, corrió tras ella, vio salir del local el abrigo, pero, cuando llegó a la puerta, ella se había desvanecido... otra vez.
Foto de Pavel Danilyuk en Pexels
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