90 minutos
Estábamos saboreando un Rioja excelente, disfrutando de una conversación divertida y pasando una velada más que agradable. Dejó de sonar la música y se hizo un extraño silencio. De pronto me sentí turbada por su mirada. Los mismos ojos que tantas veces me habían mirado y a los que tantas veces había mirado, pero una mirada que nunca antes había apreciado en ellos.
—Bueno, yo me voy a la cama ya —dije en un intento de interrumpir esa situación y, sin darme cuenta, escuché que mi boca, como si tuviera vida propia, había decidido añadir— contigo o sin ti.
¡Caray! ¿He dicho yo eso? ¡Qué vergüenza! Notaba mis mejillas arder. Eso no era rubor, no, era el peor ataque de vergüencitis que podía sentir ser humano alguno. Rápidamente intenté arreglarlo, claro:
—Quiero decir que te puedes quedar un rato más, ¿te vuelvo a poner música? Ya sabes dónde está tu cama.
Diciendo esto y tratando de evitar que me viera la cara me levanté del sofá y me dirigí hacia el aparato de música. Iba a relatarle los títulos entre los que podía elegir cuando noté un dedo suyo acariciándome la nuca.
Traté de mantener la compostura diciéndome a mí misma que era un amigo, que no era la primera vez que estábamos a solas, que anteriormente nos habíamos cogido de la mano con total confianza, que no tenía por qué haber nada más detrás de un roce suyo pero, antes de convencerme de ello, su mano había llegado hasta mi barbilla, me hizo volver la cabeza y me besó.
Dejé de pensar, dejé de intentar entender, cerré los ojos y le dejé hacer. Me acariciaba las mejillas, sus labios dibujaban delicados paseos desde mi boca hasta mi escote. Deslizó las manos por mis hombros y las llevó hasta los botones de mi camisa. Me estremecía el calor de su aliento en mi piel, sus expertas caricias. Un escalofrío me recorrió el cuerpo al tiempo que sentía deslizarse mi camisa.
Abrí los ojos. Quería estar segura de que no estaba soñando. Él me miraba y sonreía. Me cogió de la mano y me llevó hasta mi dormitorio. Le desabroché la camisa y puse las manos sobre su torso desnudo. Un leve roce, un discreto arañazo y vi que se le erizaba el vello. Sonrió de nuevo, casi con timidez, y me abrazó.
Me apretó entre sus brazos. Mi cabeza en su pecho, su sexo contra el mío. Me besó en la frente, paseaba las manos por mi espalda, de arriba abajo, tropezaba con el sujetador. Me miró a los ojos con la sonrisa más pícara que nunca había visto y me susurró:
—Me molesta, no te importa, ¿verdad?
Y al momento caía mi sujetador entre los dos. Volvió a abrazarme. Suspiró, suspiré. Ahora sus caricias no se limitaban a mi espalda. Recorría mi cuello, mis hombros, mis pechos.
Le acariciaba la espalda, le arañaba, llevaba las manos hasta su culito prieto. Le besaba la frente, los ojos. Mordía sus labios, su cuello, su pecho, sus brazos. Él me acariciaba los pechos, los apretaba, los levantaba como si tratara de adivinar su peso. Estiraba de los pezones, los pellizcaba, los mordía hasta llevarme a esa delgada línea entre el placer más exquisito y el dolor más horrible. Me separé de él por un momento, me descalcé y me dejé caer sobre la cama.
Se acercó y me quitó el pantalón, arrastrando al mismo tiempo los pantys. Se quedó parado, de pie, frente a la cama, mirándome. Me tapé la cara con la almohada, de nuevo creía morir de vergüenza. Se inclinó sobre mí, me apartó la almohada y me susurró al oído:
—No te tapes la cara, no dejes de mirarme como lo hacías. Quiero leer el deseo en tu mirada, sentirlo en tu cuerpo, olerlo en tu sexo.
Tal como estaba, sin apartar su boca de junto a mi oreja, se quitó los zapatos, el pantalón, los calcetines y se puso sobre mí, una pierna a cada lado. Oía su respiración, sentía su corazón latiendo al unísono con el mío, su pecho en mi pecho. De nuevo me acariciaba. Cada vez que intentaba besarle me miraba a los ojos, sonreía, se apartaba y me susurraba:
—Aún no, cariño. Quiero que lo desees como nunca lo has deseado.
Y ya lo creo que lo deseaba. Seguía acariciándome los pechos, apretándolos, besándolos, lamiéndolos. Sujetaba los pezones entre los dientes y estiraba. Trataba de abarcar todo el pecho en su boca, como si intentara comérselo entero de un sólo bocado. Juntaba los dos pezones y los mordía a la vez. Empecé a notar que frotaba su sexo contra el mío.
Entre caricias y arañazos, le apretaba la cabeza contra mis pechos, deseando que nunca acabara. Jadeaba, me estaba volviendo loca de placer y él lo sabía. Abrí las piernas, forzándole así a ponerse entre ellas. Llevé las manos hasta su trasero, las deslicé bajo el calzoncillo y le apreté contra mí. No dejaba de moverse.
Al poco rato se apartó, se quedó arrodillado entre mis piernas, me quitó las bragas. De nuevo me abrumaba su miraba, esta vez con un tinte de sorpresa. Se dio cuenta, me sonrió, se volvió a tumbar sobre mí y me susurró:
—Toda depiladita, me gusta.
Me siguió acariciando con el mismo afán. Paseó sus labios y su lengua por mi cuello, por mis pechos. Y siguió bajando.
Jugó con la lengua en mi ombligo, dibujó mil sensaciones en mi vientre, repasó la línea de mis ingles, la paseó por mis muslos.
Me estremecía, me retorcía de placer pero, cada vez que le suplicaba más, paraba, me miraba, sonreía y me preguntaba:
—¿Ya lo deseas bastante?
Él controlaba la situación. Y a mí me gustaba. Siguió con la cabeza entre mis piernas, paseando la lengua por mi cuerpo, cada vez más cerca de mi sexo. Le puso la mano encima cubriéndolo por completo.
—Está caliente. Estás caliente, ¿eh? Vamos a comprobar cuánto —me dijo.
Y me introdujo un dedo sin dificultad alguna. Lo sacó, húmedo, y lo paseó por todo mi sexo. Humedeció el clítoris. Apenas lo había empezado a acariciar cuando llevó su boca hasta allí. Primero una leve caricia con la lengua, un beso suave. Pronto lamía con verdadera afición, con pasión, me saboreaba, me bebía, me penetraba con la lengua. Mordisqueaba el clítoris, lo sujetaba con los labios, lo succionaba.
Cambió de posición. Ahora yo también podía acariciar su sexo. Al principio apenas unos roces con la yema de los dedos. Al poco tiempo apretaba sus testículos con una mano y acariciaba enérgicamente su pene con la otra. Lo froté contra mis pechos, entre ellos, contra mis pezones.
Lo lamí una vez. Dos. Rocé la punta con la lengua. Le sentí estremecerse. Le oí gemir. Lamí los testículos. Seguí acariciándole con frenesí, golpeando levemente su pene contra mis labios, contra mi lengua, haciéndole sentir mi aliento. Puse los labios en torno a su pene y me lo metí en la boca entero, al tiempo que daba ligeros golpecitos con la lengua en la punta. El movimiento de su cadera ahora acompañaba al de mi cabeza.
Yo chupaba, succionaba, lo acariciaba con labios y lengua. Una mano seguía en sus testículos y con la otra acariciaba, arañaba su trasero, su espalda.
Mientras él lamía mi sexo, succionaba mi clítoris y me penetraba con los dedos. Uno. Dos. Cuatro dedos dentro de mí que me mostraban el camino a un placer nunca antes conocido.
Volvió a cambiar de postura y de nuevo estaba entre mis piernas. Le abracé con ellas. Llevó sus manos a mis pechos, sus labios a los míos y su sexo entró en el mío. Suspiró. Suspiré. Empezó entonces un glorioso baile de caderas, acompasadas. Los dos al mismo ritmo, cada vez más intenso. Continuaban sus caricias, mis arañazos, nuestros besos, los jadeos. Los gemidos eran ya incontenibles.
—Grita, cariño —me dijo— quiero que grites de placer.
Y yo gritaba. No tardé en sentir su orgasmo. Se estremeció entre mis brazos, entre mis piernas, y su semen me inundó. Esa sensación, unida a que de nuevo había llevado la mano a mi clítoris, me llevó a alcanzar un orgasmo sublime.
Foto de Jep Gambardella en Pexels
Comentarios
Publicar un comentario