Amistad
No era la primera vez que dormíamos en la misma cama. Como tantas otras noches que me había quedado a cenar en su casa se nos había hecho tarde entre vino y risas y a ella no le hacía gracia que me fuera a esas horas, así que, amablemente, me brindaba un ladito de su cama.
Me desperté a media noche y su cuerpo estaba junto al mío. La verdad es que se movía mucho pero no me importaba. En invierno, a cada vuelta que ella daba, yo la volvía a tapar, no sin aprovechar la ocasión de echar una ojeada a ese cuerpazo suyo. En verano no necesitaba esa excusa, cada movimiento que hacía me regalaba una panorámica distinta, a cuál más apetecible. Esa costumbre que tenía de dormir en braguitas me traía por la calle de la amargura. Me torturaba la idea de tenerla ahí, al alcance de la mano, y sentir el compromiso moral de respetarla, de respetar nuestra amistad de tantos años y que no tenía el mínimo interés en estropear a causa de una estupidez por mi parte.
Pero aquella noche, en una de tantas vueltas, su cuerpo había ido a tropezar con el mío. La tenía de espaldas a mí, pero tan cerca que no pude contenerme. Acoplé mi cuerpo a su espalda, mis piernas a las suyas, y la abracé.
Pronto empecé a notar que no le desagradaba la sensación pues, dormida como estaba, comenzó a restregar su redondo culito contra mí. Le acaricié la espalda, los brazos, los pechos, bajé por la cadera hasta las piernas.
De pronto se volvió. Por un momento deseé morir, horror, ahora se enfadaría conmigo y se iría al traste la confianza que tenía depositada en mí. Pero, lejos de esa reacción, me miró con lascivia y me besó al tiempo que me tumbaba boca arriba.
Siguió besándome los labios, bajó por el cuello, recorrió mi pecho y llegó hasta mi entrepierna. Me proporcionó las más maravillosas sensaciones que jamás había llegado a imaginar.
Siempre pensé que nadie como una mujer sabe hacer lo que a otra más le gusta. Han pasado ya dos años y seguimos siendo las mejores amigas, las mejores amantes.
Comentarios
Publicar un comentario