Límites
Llega un momento en que te cansas de ser el saco de golpes de algunos que, bajo el rótulo de amigos, repercuten en ti las puñaladas que les haya dado la vida, imaginarias o no. Porque un amigo está para eso, ¿no? Para compartir las penas, aunque hay quien confunde «compartir» con «quédatelas tú».
Te agota ser el cajón desastre de los que creen que debes ser tú quien arregle el desorden de sus vidas. Porque todos sabemos que las cosas se ven más claras desde fuera y, por supuesto, no tienes nada mejor que hacer que analizar sus vidas para darles las claves mágicas dado que eres el único que tiene el manual de usuario.
Te extenúa ser el cubo de la basura de muchos que creen que un amigo está para recoger sus mierdas. Sean las que sean, eso es un detalle sin importancia, la cuestión es que estés ahí, «como debe ser».
En ese momento empiezas a dudar de ti mismo, silencias esa vocecilla que siempre te dice por qué camino no has de ir y que nunca se había equivocado, pero te dejas convencer por la vida, las circunstancias o la gente que te rodea de que no tienes edad para esas chiquilladas. Estás haciendo lo que se espera de ti.
Empiezas a cometer los peores errores, a invertir tu tiempo en quien no lo merece, tus energías en cosas que no te van a llevar a nada, ninguna de la que vayas a sacar algo productivo o mínimamente útil para ti.
Descuidas tus asuntos y la vida que se convierte en una calamidad es la tuya. Entonces, a alguien le entra cargo de conciencia y decide echarte una mano porque necesita revalidar su título de amigo, no vaya a ser que tus desdichas de pacotilla te distraigan de cumplir cuando te requiera.
Entre tanto desastre cualquier ayuda es bien recibida, ¿verdad? Pero como es para ti, que ya partes del naufragio absoluto, así da igual, ¿no? Si no lo hace del todo bien, «qué más te da, a ti ya te vale» te lo dice y se queda tan pancho.
Pero no te vale, tu vida está así porque en un momento dado decidiste que la de los demás era más valiosa que la tuya y ya no te conformas, no es de este modo como quieres que esté. No comprendes qué le hace pensar que consideras suficiente para ti lo que no deseas para él.
Aprendes a callarte, a veces, aun cuando te pregunten. Porque asimilas lo que son las preguntas retóricas, esas de las que nadie espera una respuesta, y sobre todo, nunca una que no satisfaga.
Te conviertes en la clase de individuo que nunca te gustó tener cerca, siempre insatisfecho, descontento, renegón, incluso triste. Luchas por no transformarte en un ser del escalafón más bajo de tus valores: el que se dejará arrastrar por la corriente mientras saque provecho.
Alentaste aquella idea, empujaste alguna decisión, levantaste esos ánimos. ¿Cuántas veces te han preguntado cómo estás?
Practicas el decir no. Porque un amigo no es una madre, y hasta una madre debe poner límites.
Necesitas aire, tu propio espacio y tiempo para reorganizar tus prioridades, a ver si esta vez hay suerte y tu vida va antes que la de los demás. Te vas alejando de los que llamabas amigos y hasta de los que lo eran.
Llegan los reproches porque ya nunca llamas y para saber de ti tienen que llamarte. Quién te creerás que eres para merecer tanta atención. ¿Eso que se oye es una queja? ¿Una protesta? ¿Acaso estás reivindicando tu puesto en la ruleta de la vida? ¿En serio pretendes hacer creer que mereces algo? ¿Esperas agradecimiento?
Y es, en ese preciso momento, cuando decides hacer de tripas corazón, revistes tu piel de teflón, encierras tu corazón bajo 7 llaves, te tragas las lágrimas prometiéndote que serán las últimas y te dispones a revisar tu agenda.
Comentarios
Publicar un comentario