Enterramos muy bien

 

Despedimos a nuestros muertos entre loas y agradecimientos, lamentamos enormemente la pérdida y celebramos haberlos conocido.

Voy a contar un caso personal:

Estuve en un funeral. Hasta aquí ninguna sorpresa, claro, de eso va esto.

Hace ya unos años y fue en un pueblo. Esto lo especifico porque «ya no se hacen las cosas como antes».

Bien, ubiquemos: pueblo de esos en los que casi todo el mundo es familia, en los que la gente aún se vestía de domingo para ir a misa en un «todo lo que tengo, traigo», y ahí estaban ellos, todos de solemne traje oscuro, aun cuando a muchos se les notaba que no se lo habían vuelto a poner desde el día de su boda, pero a un funeral hay que ir de traje.

Y ellas de riguroso luto, porque ellas siempre han tenido a mano un luto «como Dios manda», pero con todas sus alhajas porque la ocasión la pintan calva y hay que atraparla por los pelos, con las perlas al cuello, que su trabajito les costó conseguirlas, y las pulseras de oro de un centímetro de ancho cantando a golpe de abanico. Porque sí, era verano, y los golpes de pecho dados con un buen abanico siempre quedan mejor.

En un funeral, lo de prestarle atención a la ceremonia está sobrevalorado. Ahí se va a lo que se va: a ver y dejarse ver, a recopilar chismes que alimenten las tertulias mercaderas de los próximos días, y a sentirlo, a lamentarse más que nadie porque nadie conocía al muerto más que tú, nadie le añorará más que tú porque nadie le quería más que tú, así que tus lágrimas deben ser las más abundantes, sentidas y sonoras. Eso sí, sobre todo cuando te miran, no vayas a malgastar las dotes actorales.

Cumplidos el ritual litúrgico y la recepción del sentido pésame por parte de todos los presentes a los familiares más directos viene el momento cementerio. En el caso que nos ocupa fue entierro, nada de la modernidad esa de la cremación.

Se supone que el cementerio, el entierro, es el verdadero último adiós que le das a tu ser querido, un proceso íntimo e intimista, para los más allegados, los que se supone que lamentan la pérdida de verdad.

Huelga decir que nunca faltan los que necesitan más dosis de chisme y tienen que ver también quién es el último en despedirse, quién llora más cuando cree que no le ven y, cómo no, quién lo siente tanto como para ir hasta el camposanto.

Pues bien, entrados en lamentaciones y procurando hasta última hora lo mejor para el difunto, y llegado el momento de abrir el panteón familiar para acomodar el nuevo féretro, no faltó quien asomó la cabeza y dijo:

—¿No habría que apartar un poco esos dos antes de meter éste? No sé, un mínimo de espacio vital, digo yo.

No haré referencia a cuánto me costó no partirme de risa allí mismo pensando en el espacio vital que necesita un muerto.

Todo este relato se justifica, espero, si añado que el muerto, en esta ocasión, era una mala persona, y lo digo así, claramente y con todas sus letras porque la conocí y sufrí y, como yo, quien le reclamaba el espacio vital.

 

 

P.S.: Es curioso cómo funciona la mente. Escribiendo esto he tecleado dos veces caos en lugar de caso, y no deja de resultarme un significativo lapsus clavis.

 

@Trying_Mom

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